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20 años del euro

Escrito por Miquel Bassart Lore

La introducción del Euro llegó a nuestras vidas el uno de enero de 2002. Veinte años después celebramos el aniversario de la lozana moneda echando la vista hacia atrás. Charles Michel, el presidente del Consejo Europeo, tildó el euro hace poco como un “pilar de estabilidad”. A éste se le ha unido el habitual ejército de expertos que nos acompañan cada día en las tertulias televisivas o de radio para recordarnos las virtudes de la moneda única y de lo mal que caótico que era todo antes de su llegada.

En estas dos décadas experimentamos la burbuja inmobiliaria, la crisis financiera, la posterior crisis del Euro y, cuando una supuesta recuperación no hacía más que insinuarse, la pandemia.

En estas dos décadas experimentamos la burbuja inmobiliaria, la crisis financiera, la posterior crisis del Euro y, cuando una supuesta recuperación no hacía más que insinuarse, la pandemia. La experiencia de una dura adolescencia ha curtido a un Euro tan joven y tan viejo como un éxito de Sabina, o uno de esos perfiles laborales mitológicos: “joven y con experiencia”. Los defensores del Euro sostienen que éste no solo ha sabido aguantar los golpes con vigor, sino que también ha sido indispensable para superar los retos a los que nos hemos enfrentado. Por desgracia para los profesionales de las ciencias sociales, no vivimos en una novela de ciencia ficción donde podemos diseñar mundos paralelos y asistir su curso. Por tanto, nunca sabremos como de distintas habrían sido estas dos décadas si los miembros de la Unión Monetaria Europea (UME) hubieran mantenido su moneda nacional. En lugar de hacer un ejercicio de historia ficción, repasamos con brevedad la breve historia del veinteañero.

Primeramente, al Euro hay que tildarlo como un experimento más que un proyecto. La historia de una constante improvisación no merece el título de proyecto. Este experimento asumió en su incepción el principio básico del neoliberalismo: la impotencia política. Al mutilar la soberanía monetaria, los estados quedaron relegados a la división regional. Cada estado perdió un pedazo de su control sobre los precios, los tipos de interés, el financiamiento de sus autoridades fiscales y sus bancos, la regulación financiera… todo en aras de la supervisión compulsiva. Esas decisiones quedaron delegadas a un órgano supranacional formado por un grupo de tecnócratas que beben de la misma agua. La política quedó relegada a tonos de color en una paleta estrecha y plana. Todo lo demás era “la economía”, y de eso ya se encargaban los que sabían.

Cada estado perdió un pedazo de su control sobre los precios, los tipos de interés, el financiamiento de sus autoridades fiscales y sus bancos, la regulación financiera… todo en aras de la supervisión compulsiva.

La crisis de deuda que siguió la crisis económica del 2008 supuso un giro en el guion. Tras meses y meses con la prima de riesgo desbordada en los países periféricos y el drama griego, el Banco Central Europeo (BCE) se dio cuenta que para salvar la cabeza habría que cortarse el brazo. Tras la mutilación ideológica de la no injerencia en los bonos del tesoro, el BCE salvo el partido haciendo lo que tenían grabado en piedra no hacer nunca: su trabajo. Pero su trabajo solo arreglaba una ínfima parte de todos los problemas que afrontaban los países periféricos de la UME. La prima de riesgo se controló y se posibilitó el rescate a la banca, pero el paro seguía batiendo récords, la producción estancada, la pobreza disparada y la innovación desaparecida. A diferencia de lo que aboga la ideología neoliberal, el alcance de la política monetaria es limitado, mientras que la política fiscal tiene mucho más recorrido.

En ese aspecto el discurso del norte disciplinó cualquier atisbo de cambio. El instrumento fue sencillo: condicionar que el BCE haga su trabajo a la adopción de su agenda política. La austeridad presupuestaria se endureció mientras que se recortaban los servicios públicos. Las reformas en el mercado laboral facilitaron la contención salarial. El desmantelamiento de pensiones y sanidad pública dio alas a las opciones privadas que contribuyen a la especulación financiera. En conjunto las presiones deflacionistas pusieron en bandeja la adopción del modelo alemán basado en exportaciones y deficiente demanda interna. No obstante, habiendo desplazado toda la industria de valor añadido al norte y con la demanda agregada a punta de pistola, el modelo de exportaciones se quedó en turismo para quien podía venderlo. Resulta paradójico como en un proyecto basado en la impotencia política, es la ideología norteña quien rompió con la dirección establecida por una tecnocracia que supo ver sus errores (tarde).

La misma historia se repite durante la pandemia. Mientras el BCE aprueba el respaldo a los títulos de cada país miembro, la Comisión Europea profundiza en su modelo ideológico a cambio de migajas. Lo que parece una mejora no es más que una farsa, y pronto lo veremos.

Por eso en el aniversario del Euro reafirmamos nuestro rechazo. El mismo rechazo a un modelo con ideología de prestamista que tantos pensadores heterodoxos expresaron cuando se fundó. El mismo rechazo que resurgió durante la crisis del Euro. Es un experimento y ha fallado. El daño ya está hecho y no hay vuelta atrás, pero los caminos de la historia no son irreversibles. El patrón oro terminó y Bretton Woods también. Podemos volver a las monedas nacionales para posibilitar que la ciudadanía decida las políticas que considere mejor, desde aquí abogaremos por aquellas que sean consistentes con el pleno empleo y la transición ecológica.

Podemos volver a las monedas nacionales para posibilitar que la ciudadanía decida las políticas que considere mejor, desde aquí abogaremos por aquellas que sean consistentes con el pleno empleo y la transición ecológica.

Un apunte imprescindible: la soberanía monetaria no es suficiente. Nuestras clases políticas a ambas alas aceptan de buena gana el discurso de las finanzas responsables. Hasta que este mito no se rompa, ningún gobierno podrá resolver los problemas que España afronta. Es más, la política española siempre ha decidido abrocharse dos cordones más de la camisa de fuerza por puro convencimiento ideológico.

 

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