Agustín Mario (@agu_mario)
En los próximos días será presentado el proyecto de ley del Frente de Todos para crear un impuesto (por única vez) a las grandes fortunas con el pretendido objetivo de financiar la lucha contra el COVID19, entre otros -ciertamente deseables- propósitos.
Este tipo de proyectos parecen suponer que los impuestos son necesarios/permiten el gasto público. Entonces, qué mejor que gravar a los ricos para dar a los pobres al mejor estilo Robin Hood; de aquí la simpatía de muchos “progresistas” con estas ideas.
Sin embargo, estas ideas se basan en teorías/creencias equivocadas sobre el rol de los impuestos (y la naturaleza del dinero). Como en cualquier país que cuenta con su propia moneda inconvertible, el estado argentino impone obligaciones impositivas pagables sólo en pesos. Al hacerlo, define al peso como aquello que es aceptado en pago de impuestos (un crédito fiscal).
Los impuestos funcionan, en primer lugar, para crear desempleo: personas dispuestas a vender mercancías -incluyendo el trabajo- a cambio de pesos para poder pagar los impuestos. Los impuestos son suficientes -aunque no necesarios- para crear una necesidad continua por el peso (y darle valor): taxes drive money.
Como sólo el sector público (consolidado) puede crear pesos en términos netos, el estado debe gastar antes de que los usuarios del peso puedan pagar el impuesto (¿de dónde sacamos las entradas para ir a la cancha si no se “emiten” primero?). De aquí que el emisor no necesita recaudar para poder gastar (si se pagan impuestos en efectivo, este puede ser literalmente destruido); en realidad, los usuarios necesitan que el emisor gaste para poder pagar el impuesto. De hecho, en un hipotético primer período de la economía, es imposible para el emisor tener un superávit; en los período siguientes, el superávit es posible pero su magnitud se encuentra limitada por los déficits previos (los superávits acumulados de los usuarios).
Así como no necesita recaudar para gastar, el emisor tampoco necesita pedir prestado (vender bonos) para realizar erogaciones; de hecho, sólo podría pedir prestado hasta el monto acumulado de sus déficits previos (lo que generalmente se denomina deuda pública). Como no necesita pedir prestado, es obvio que el emisor puede elegir la tasa de interés que paga por los bonos que ofrece (es exógena, una decisión de política).
Pero, entonces, si el emisor no necesita recaudar (y/o pedir prestado) para gastar, ¿por qué no eliminar los impuestos? Como debe haber quedado claro, la obligación impositiva tiene un rol fundamental: induce a ofrecer activos, bienes y servicios a cambio de pesos (permitiendo al estado movilizar recursos de los usuarios al sector público).
A diferencia de los usuarios, el estado argentino no tiene restricciones financieras en pesos: puede cumplir cualquier obligación denominada en su unidad de cuenta. Esto no implica que no haya limitaciones. Por un lado, el estado no puede comprar lo que no está disponible a la venta a cambio de pesos; por el otro, pueden existir limitaciones auto-impuestas (límites legales al gasto, el déficit y/o el tamaño de la deuda), las cuales, no obstante, no poseen causas económicas.
La ausencia de restricciones financieras no implica gastar sin límite alguno sino, simplemente -aunque parezca difícil de comprender para la mayoría de los economistas-, que las opciones de política deben evaluarse por sus efectos sobre los objetivos de política (y no por sus efectos sobre el déficit/superávit).
Además del rol fundamental de los impuestos en asegurar la demanda de pesos, hay, menos, otras dos funciones: i) evitar el exceso de “males”; ii) regular/distribuir la demanda. Para i), es posible gravar aquello que se quiere desalentar (“males” como el consumo de cigarrillos, la contaminación, las importaciones de “lujo” o de mercancías consideradas estratégicas, etc); paradójicamente, el éxito del impuesto debe medirse por lo poco que recauda (poniendo en evidencia, nuevamente, que el rol de los impuestos no es el financiamiento del gasto). En general, los impuestos a las transacciones (a las ventas, al valor agregado, a los ingresos) desalientan esas transacciones (y son marcadamente pro-cíclicos): no parecen ser la mejor opción a menos que sea deseable desalentar ciertos consumos. Por el contrario, los impuestos a los activos (por ejemplo, un impuesto a la propiedad) brinda una recaudación más estable y predecible (y, por lo tanto, genera una demanda de pesos -gasto del sector público- más estable); además, no desalienta las transacciones. Para ii), es posible regular el poder de compra (“ingreso disponible”) del sector privado de modo de combatir el desempleo y la inflación
En un contexto de alto desempleo como el actual, aumentar los impuestos no parece lo más recomendable. En realidad, implicaría, ceteris paribus, una menor demanda y, por lo tanto, un incremento del desempleo; ante esto, el gasto del sector público debería aumentar lo suficiente -más lo que es necesario sin el nuevo impuesto- para alcanzar el pleno empleo.
Sin embargo, el impuesto puede justificarse por motivos distributivos: en tanto la oferta puede encontrar dificultades para responder a la demanda (debido, por ejemplo, a la cuarentena), puede ser deseable reducir el poder de compra de quienes tienen ingresos más altos (de modo de distribuir más equitativamente la demanda).
En la medida que sigamos creyendo que es necesario recaudar impuestos (de los ricos) para financiar el gasto (y, así, “a la Robin Hood”, ayudar a los pobres, luchar contra el COVID19, etc), las políticas seguirán siendo contingentes en que los ricos sigan siendo ricos; no hay motivos para perpetuar esta creencia: el rol de los impuestos no es (y no puede ser) el financiamiento del gasto del sector público.