El Sr. Ruml, a la sazón presidente del Banco de la Reserval Federal de Nueva York, leyó este trabajo ante el colegio americano de abogados durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Se le prestó menos atención de la que merecía pero contiene enseñanzas fundamentales sobre los fines de la tributación.
La primacía del gobierno sobre el negocio privado se ve claramente en su poder para imponer un impuesto sobre el beneficio empresarial. Muchas de las normas que otorgan poder a las empresas provienen del gobierno, y es el gobierno el que pone los límites al ejercicio de ese poder protegiendo la libertad de las operaciones comerciales en este ámbito de autoridad.
La tributación es una de las limitaciones impuestas por el gobierno al poder empresarial para que este no pueda hacer lo que le plazca.
No hay nada reprochable en este procedimiento. El negocio que se grava no es una criatura de carne y hueso, no es un ciudadano. Ni tiene voz para decidir como será gobernado, ni debería tenerla. Las cuestiones de tributación sobre los negocios no son asuntos morales, sino de orden práctico: ¿Cómo se conseguirán los mejores resultados?¿Cómo se debería gravar a los negocios para hagan la máxima aportación al bien común?
A veces es instructivo, a la hora de afrontar alternativas, hacerse la pregunta de partida. Si nosotros tenemos que comprender los problemas que implican una imposición sobre la actividad empresarial, primero debemos preguntarnos: ¿Por qué el gobierno necesita gravarlos? Esto parece ser sencillo y como en el caso de las cuestiones simples, la solución obvia probablemente, sea también sencilla. La respuesta obvia, por supuesto, es que los impuestos le aportran al gobierno los ingresos que necesita para pagar sus facturas.
Esto ha pasado
Si miramos la historia financiera reciente, en apariencia los estados han podido hacer frente a sus pagos a pesar de que sus ingresos tributarios eran inferiores a sus gastos. Aquellos países cuyos gastos eran mayores que lo recaudado por impuestos pagaban sus facturas tomando prestado el dinero necesario. Los empréstitos son, por lo tanto, una alternativa que utilizan los estados para complementar su recaudación fiscal con el fin de obtener los recursos necesarios para pagar sus facturas.
Un gobierno que depende de los empréstitos y de su refinanciación para obtener el dinero que le permita realizar sus operaciones, es necesariamente dependiente de las fuentes (los prestamistas) de las que lo pueden obtener. En el pasado, si un gobierno continuaba financiándose en gran parte con préstamos para cubrir sus gastos, los tipos de interés iban haciéndose cada vez más altos y los gobiernos debían ofrecer incentivos cada vez mayores a los prestamistas. Finalmente, estos gobiernos averiguaban que el único modo de mantener tanto su independencia soberana como su solvencia era gravar lo suficiente como para cubrir una parte sustancial de sus necesidades financieras y prepararse —en caso de una presión excesiva— para gravar más para cubrirlas todas.
La necesidad que tiene un gobierno de financiarse a través de los impuestos con el fin de mantener tanto su independencia como su solvencia es cierta para los gobiernos locales y regionales, pero no para los gobiernos nacionales. Dos cambios de máxima trascendencia se han producido en los últimos veinticinco años que han alterado sustancialmente la posición del estado nacional con respecto a la financiación de sus necesidades corrientes.
El primero de ellos es la adquisición de una nueva y vasta experiencia en la gestión de la banca central.
El segundo cambio es la eliminación, con fines nacionales, de la convertibilidad de la moneda en oro.
Libres del mercado de dinero.
Existe libertad definitiva del mercado monetario nacional para cada estado nacional soberano, donde exista una institución que funciona en la manera de un banco central moderno y cuya moneda no sea convertible en oro o en alguna otra mercancía.
Los Estados Unidos son una nación que cuenta con un sistema de banca central, la Reserva Federal, y cuya moneda (de aplicación en territorio nacional) no es convertible a ninguna mercancía. De lo que se deduce que nuestro Gobierno Federal se ha liberado definitivamente del mercado de dinero para satisfacer sus necesidades financieras. Por consiguiente, las inevitables consecuencias sociales y económicas de cualquier y de todos los impuestos, se han convertido ahora, en la principal consideración en la tributación. En general, se puede decir que todos los impuestos tienen consecuencias de carácter social y económico y el gobierno las debe tener en cuenta cuando formule su política fiscal. Todos los impuestos federales deben superar las pruebas de las políticas públicas y de sus efectos prácticos. El interés público que se sirve nunca debería enmascararse bajo la guisa de recaudar ingresos.
¿Para qué son realmente los impuestos?
Los impuestos federales pueden crearse para servir a cuatro principales propósitos de carácter social y económico. Estos propósitos son:
- Como instrumento de política fiscal para ayudar a estabilizar el poder de compra del dólar.
- Para expresar las políticas públicas de la distribución de la riqueza y de la renta, como en el caso de los impuestos progresivos sobre la renta y sobre los bienes inmuebles.
- Para expresar las políticas públicas de subsidiar o penalizar diversas industrias y agentes económicos.
- Para aislar y evaluar directamente los costes de ciertas prestaciones nacionales, como las carreteras y la seguridad social.
En el pasado reciente hemos utilizado nuestro programa federal de impuestos conscientemente para cada uno de estos fines. Al servir a estos fines, el programa fiscal es un medio para alcanzar un fin. Los fines en sí son asuntos de política nacional básica que deben establecerseen primera instancia, con independencia de cualquier programa fiscal nacional.
Entre las cuestiones de política con las que tenemos que tratar tenemos las siguientes:
- ¿Queremos un dólar con un poder adquisitivo razonablemente estable a lo largo de los años?
- ¿Queremos una mayor equidad en la distribución de la riqueza y de la renta de la que resultaría del funcionamiento propio de las fuerzas económicas?
- ¿Queremos subsidiar ciertas industrias y a ciertos agentes económicos?
- ¿Queremos que los beneficiarios de determinadas actividades federales (servicios que da el Estado) sean conscientes de lo que cuestan?
Estas preguntas no son tributarias, son preguntas sobre el tipo de país que queremos y el tipo de vida que queremos llevar. El programa de impuestos debe ser un medio para el fin acordado. El programa de impuestos debe ser concebido como un instrumento, y debe ser juzgado por lo bien que sirve a su propósito.
Sin duda, el objetivo más importante que debe atenderse mediante los tributos federales es la conservación de un dolar que tenga un poder adquisitivo estable a lo largo de los años. A veces, este objetivo se define como “evitar la inflación” y, sin el uso de los impuestos federales, todos los demás medios de estabilización, como la política monetaria y los controles de precios y subsidios, son ineficaces. En todo caso, todos los otros medios deben estar integrados en la política fiscal federal si hemos de tener un dólar cuyo valor sea cercano al que tiene hoy.
La guerra ha enseñado al gobierno, y el gobierno ha enseñado a la gente, que la fiscalidad federal tiene mucho que ver con la inflación y la deflación, con los precios que tienen que ser pagados por las cosas que se compran y venden. Si los impuestos federales son insuficientes o del tipo erróneo, es probable que el poder de compra en manos del público sea superior a la producción de bienes y servicios, con los que esta demanda puede ser satisfecha. Si la demanda es excesiva sin un aumento proporcional en la cantidad de productos a la venta, el resultado será un aumento de los precios. Esto significaría que el dólar valdría menos de lo que antes —eso es la inflación. Por otro lado, si los impuestos federales son demasiado gravosos o del tipo erróneo, el poder adquisitivo efectivo en manos del público será insuficiente para adquirir todos los bienes y servicios ofertados por los productores. Esto significará el desempleo generalizado.
Los dolares que se gasta el gobierno, se convierten en poder de compra en manos de las personas que lo reciben. Los dolares que el gobierno recibe por los impuestos no pueden ser gastados por la gente y, por tanto, no pueden ser utilizados para adquirir los productos disponibles para la venta. Por tanto, la tributación es el instrumento de mayor importancia en la administración de cualquier política fiscal y monetaria.
Para distribuir la riqueza.
La segunda función básica de los impuestos es lograr mayor equidad en la distribución de la riqueza y de la renta de la que resultaría si unicamente dependemos del funcionamiento de las fuerzas económicas. Los impuestos eficaces para estos fines son el impuesto personal progresivo sobre la renta, el impuesto progresivo sobre el patrimonio y el impuesto sobre las donaciones. Lo que estos impuestos deberían ser depende de la política pública con respecto a la distribución de la riqueza y de la renta. Lo importante es comprender que los impuestos sobre el patrimonio y sobre donaciones tienen poca o ninguna importancia como medidas fiscales para estabilizar el valor del dólar. Su propósito es el social de previniendo, lo que si no sería una alta concentración de la riqueza y la renta en unos pocos punos, como resultado de la inversión y la reinversión de la renta no gastada en las necesidades cotidianas. Estos impuestos deben ser defendidos o combatidos en función de sus efectos sobre el carácter de la vida estadounidense, y no como medidas de ingreso.
La tercera función de los impuestos federales es subvencionar algunos intereses industriales o económicos. El ejemplo más notable es el de los aranceles a la importación. Originalmente, tributos de este tipo se imponían para servir a un doble propósito, ya que hace siglo y medio el gobierno requería de ingresos para pagar las facturas. Actualmente, los aranceles a las importaciones ya no son necesarios como ingresos. Estos impuestos no son nada más que los medios para proporcionar subsidios para industrias seleccionadas; su función social es la de proporcionar un suelo a los precios por encima del cual la industria nacional puede competir con los productos que se producirían en el extranjero y se venderían en este país de forma más barata, de no ser por la protección arancelaria. El subsidio no se paga en el puerto de entrada donde se gravan las mercancías importadas, sino en el mayor nivel de los precios de los bienes del mismo tipo vendidos en el país.
La cuarta función a la que deben servir los impuestos federales es la evaluación directa y visible del coste de determinadas prestaciones. Dicha tributación es altamente deseable para limitar las prestaciones a aquéllas que los beneficiarios están dispuestos a pagar. Los ejemplos más notables de estas medidas son las prestaciones de la seguridad social, de jubilaciones y de seguro de desempleo. El interés público de estas prestaciones y de su evaluación con los impuestos específicos para cubrir los costes son obvias. Desgraciada e innecesariamente, en ambos casos, los programas han implicado vertiginosas consecuencias deflacionarias como resultado del exceso de ingresos corrientes sobre los desembolsos corrientes.
El impuesto perverso.
El impuesto federal sobre los beneficios empresariales (en adelante Impuesto sobre Sociedades) es el más importante, en cuanto a sus efectos sobre las operaciones comerciales. Hay otros impuestos que son de especial relevancia para algunas clases especiales de negocios. Existen muchos problemas de tributación estatal y local sobre negocios que se han vuelto extremadamente urgentes, sobre todo cuando las empresas no obtienen ningún beneficio. Sin embargo, limitaremos nuestra discusión al impuesto sobre sociedades federal, ya que es por esta vía con la que se grava fundamentalmente a las empresas. Asimismo, limitaremos nuestras discusiones a los problemas que plantean los impuestos en tiempo de paz, ya que, en tiempos de guerra, muchas de las medidas fiscales, como el impuesto sobre los beneficios extraordinarios, tienen una justificación especial.
El impuesto sobre sociedades tiene tres consecuencias fundamentales —todas ellas perversas. Sucintamente, los tres efectos perversos del impuesto sobre sociedades son:
- El dinero que se obtiene de las empresas con impuestos debe entrar por una de estas tres vías: puede provenir de la gente, cuando pagan mayores precios por las cosas que compran; de los trabajadores de la propia empresa, al recibir salarios inferiores a los que recibirían en otro caso; o de los accionistas de las empresas, con una menor tasa de retorno sobre sus inversiones. Da igual de donde venga el dinero ni en que proporción, este impuesto es perjudicial para la producción, para el poder adquisitivo y para la inversión.
- El impuesto sobre sociedades es un factor de distorsión en el juicio de los gestores, un factor que es perjudicial para una ingeniería y análisis económico de lo que será óptimo para la producción y la distribución de los productos para ser usados. Y cuanto mayor sea el impuesto mayor será la distorsión.
- El impuesto sobre sociedades es la causa de la doble imposición. Al contribuyente se le grava una vez, cuando la empresa obtiene beneficios, y una vez más cuando recibe el beneficios en forma de dividendos Esta doble imposición dificulta que la gente se anime a invertir sus ahorros en negocios que si los beneficios empresariales fueran gravados sólo una vez. Por otra parte, con el impuesto sobre sociedades los accionistas con ingresos pequeños soportan una carga tan pesada como los accionistas con grandes ingresos.
Análisis
Examinemos estos tres efectos negativos del impuesto sobre sociedades más de cerca. El primero de los efectos que observamos fue que el impuesto sobre sociedades resulta ya en mayores precios, ya en salarios menores, ya en menores retornos sobre la inversión, o en una combinación de los tres. Cuando el impuesto sobre sociedades se introdujo por primera vez, puede que se creyera que una imposición impersonal se cargaría sobre los beneficios de una sociedad inanimada, una exacción que no sería ni un impuesto sobre las ventas, ni un impuesto sobre los salarios, ni un doble impuesto sobre los accionistas. Obviamente,esto es imposible en todos los sentidos. Una sociedad no es más que una forma de hacer negocio que se encarna en palabras inscritas en una hoja de papel. El impuesto debe ser pagado por una o más de las personas que tiene un interés en el negocio, ya sea como cliente, como empleado o como accionista.
Es imposible de saber exactamente qué cuota paga cada uno del impuesto sobre sociedades. El accionista paga una parte, en la media en que su retorno sobre la inversión será menor de lo que habría sido sin el impuesto. Pero, es igualmente cierto que el accionista no paga todo el impuesto sobre sociedades —de hecho, paga muy poco. Con el transcurso del tiempo, el impuesto sobre sociedades se computa como un coste de producción y se acaba repercutiendo en mayores precios cargados por de los bienes y servicios de la empresa y en menores salarios e incluso condiciones laborales inferiores a las serían en otro caso.
Las razones por las que el impuesto sobre sociedades se repercute, en alguna medida, deben ser claramente comprendidas. En las operaciones de una empresa, la gestión de los negocios, orientada por el afán de lucro, se fija en el residuo que queda como beneficio para los accionistas. Como la empresa tiene que pagar el impuesto sobre sociedades antes de que pueda pagar dividendos, éste será considerado —al igual que cualquier otro gasto incontrolable— como un dispendio que será cubierto por precios más altos, o costes más bajos, de los cuales el principal es el salario. Puesto que toda competencia en la misma línea de negocios piensa de la misma manera, los precios y los costes tenderán a estabilizarse en un punto en el que producirá un beneficio, después de impuestos, suficiente para darle a la industria acceso a nuevo capital a un precio razonable. Cuando esto finalmente sucede, no pudiendo ser de otro modo si la industria ha de sostenerse, el impuesto sobre sociedades habrá sido absorbdio en gran medida por precios mayores y salarios menores. El efecto del impuesto sobre sociedades es, entonces, subir los precios ciegamente y bajar los salarios en una cantidad indeterminada. Ambas tendencias vaen en la dirección equivocada y son perjudiciales para el bienestar público.
¿A dónde iría el dinero?
Supongamos que el impuesto sobre sociedades fuese eliminado ¿A dónde iría el dinero que ahora se destina a pagar el impuesto? Esto depende. Si la industria es altamente competitiva como en el caso de los minoristas, una gran parte se reflejaría en precios más bajos, en menor proporción en salarios más altos y en un mayor rendimiento de los ahorros invertidos en la industria. Si los trabajadores están bien organizados, como en el ferrocarril, en el acero y en la industria del automóvil, la cuota que fuera a los salarios tendería a aumentar. Si la industria no es ni competitiva ni organizada ni está bien reglamentada —industrias de las cuales hay pocas—, una gran parte iría a los accionistas. En la medida en que la eliminación del actual impuesto sobre sociedades resultara en precios menores se elevaría el nivel de vida de todos.
El segundo efecto perverso del impuesto sobre sociedades es que se trata de un un factor de distorsión en el juicio de los gestores, que interviene en cada decisión y que causa actuaciones que no se habrían adoptado solamente por motivos empresariales. Las consecuencias fiscales de cada compromiso importante tienen que ser evaluadas. A veces, alguna actuación que debería llevarse a cabo no puede realizarse porque los resultados fiscales restan todo valor a la transacción, o peor. A veces, actuaciones aparentemente insensatas están plenamente justificadas por sus venatjas fiscales. Los resultados de este razonamiento fiscal son destruir la integridad del juicio de los gestores y montar una estructura y tradición empresariales que no se sostienen en términos de la compulsión de la eficiencia de la empresa y de la ingeniería interna.
Prima sobre la Deuda
El ejemplo más llamativo del efecto perjudicial del impuesto en el juicio de los gestores se ve en la posición de preferencia que tiene la financiación ajena sobre la financiación propia. Esta preferencia se debe a que los intereses y las rentas pagadas sobre el capital empleado en la actividad empresarial son deducibles como gastos, mientras que los dividendos pagados no lo son. El resultado siempre inclina la balanza a favor de la financiación ajena, ya que no se pagan impuestos sobre los costes deducibles de esta forma de capital. Esta tendencia continúa, pese a que hay acuerdo unánime de que las empresas y el país en general estarían en una posición más firme si una proporción mucho mayor de la inversión fuera en acciones y participaciones en capital, y una menor en hipotecas y obligaciones.
Hay que reconocer que en muchos casos un impuesto sobre sociedades alto induce a la dirección empresarial a hacer gastos que un criterio prudente evitaría. Esto es particularmente cierto si puede resultar en un beneficio a largo plazo, un beneficio que no puede ni necesita ser capitalizado. A largo plazo el gasto es compartido involuntariamente por el gobierno con las empresas, y en estas circunstancias, suele merecer la pena aprovechar una oportunidad a largo plazo. La investigación científica y la publicidad institucional son vehículos preferidos para usar este dinero barato. Puesto que estos gastos reducen las ganancias, a la vez reducen los impuestos, y el coste para la empresa es sólo el margen que habría quedado después de impuestos -el gobierno paga la parte restante. Aún reconociendo que cierta cantidad de gasto aventurero resulta del incentivo fiscal, es una manera insana de subvención no reglamentada que, al final, ablandará el nervio de los gestores y resutará en excesiva timidez cuando el riesgo deba ser asumido solo por le negocio.
La tercera consecuencia desafortunada del impuesto sobre sociedades es que las mismas ganancias son gravadas dos veces, una cuando se ganan y otra cuando se distribuyen. Esta doble imposición ocasiona que el margen de beneficios inicial soporte una tremenda carga impositiva, dificultando la justificación de la invertir capital en un nuevo negocio en auge. También opera en contra el principio del impuesto progresivo sobre la renta, ya que el pequeño accionista, con una pequeña renta, paga la misma tasa del impuesto sobre sociedades por su parte de ganancias que el accionista cuyo ingreso total cae en los tramos más altos de la escala. Este defecto de doble imposición es serio, tanto en lo que afecta a la equidad en la estructura tributaria, como un obstáculo para la misma, y como un obstáculo para la inversión de los ahorros en los negocios.
En breve, un mal
Cualquiera de estos tres efectos negativos del impuesto sobre sociedades sería suficiente para ponerlo seriamente a la defensiva. Los tres efectos, en conjunto, construyen un caso abrumador en contra de este impuesto. El impuesto sobre sociedades es un impuesto perverso y debe ser abolido.
El impuesto sobre sociedades no puede ser abolido en tanto no se encuentre algún método para evitar que la forma societaria sea usada como un refugio del impuesto sobre la renta de las personas físicas y como un medio de acumular excedentes innecesarios sin invertir. De alguna manera se ha de gravar adecuadamente las ganancias de las sociedades, que corresponden los accionistas,tributen adecuadamente como ingresosde estos individuos.
Las debilidades y los peligros del impuesto sobre sociedades son conocidos desde hace años y en 1936 hubo un malogrado intento de abolirlo con la propuesta de un impuesto sobre los beneficios retenidos. Este tributo, tal como fue impuesto por el Congreso, tenía cuatro debilidades que no tardaron en sacarlo de los libros. Primero, el impuesto sobre sociedades no fue eliminado del borrador de ley definitivo, sino que se le añadió el tributo sobre beneficios retenidos. Segundo, nunca quedó meridianamente claro, ni en el reglamento ni en la ley, qué forma precisa de capitalización distribuida de los beneficios retenidos y reinvertidos serían imputados a los accionistas y no a las empresas. Tercero, la Comisión de Bolsa y Valores no emitió reglamentos especiales ni sencillos que abarcasen los títulos emitidos para capitalizar los beneficios retenidos. Cuarto, las ganancias de una sociedad se quedaban congeladas en un determinado ejercicio fiscal, perdiéndose toda la flexibilidad de las reglas para compensar resultados hacia el futuro o el pasado actualmente vigentes.
Aceptado que el impuesto sobre sociedades debe desaparecer, no será fácil idear medidas de protección que sean completamente satisfactorias. Las dificultades no son simplemente dificultades de la técnica ni procedentes de sortera los escollos de una solución perfecta imposible de administrar, pero son cuestiones de principio que plantean cuestiones como dónde debe ubicarse el poder de decisión sobre nuevas inversiones de capital.
¿Puede el gobierno permitirse renunciar al impuesto sobre sociedades? En realidad esta no es la pregunta. La pregunta es: ¿Es ésta una forma favorable de determinar los impuestos —sobre el consumidor, los trabajadores y los inversores—, quienes a la postre son los únicos contribuyentes reales? Esta claro desde cualquier punto de vista que los efectos del impuesto sobre sociedades son perjudiciales. No se atiende pues correctamente al interés público que debe servir la tributación. El impuesto tiene un efecto incierto en cuanto a la estabilización del dólar y no es equitativo como parte de una exacción progresiva sobre la renta individual. Tiende a aumentar los precios de los bienes y servicios. Tiende a mantener los salarios más bajos de lo de otro modo serían. Reduce el rendimiento de la inversión y obstruye el flujo de ahorros hacia las empresas.