Opinión

¿Quién debe pagar por la crisis del COVID-19? El Gobierno

Escrito por Patricia Pino

Patricia Pino

Publicado originalmente en The Full Brexit

A medida que aumenta el gasto público y la economía se contrae, la derecha dice que los pobres finalmente tendrán que pagar con austeridad; la izquierda contrataca con propuestas de impuestos más altos. Pero la verdadera respuesta a “¿quién debería pagar?” es: el gobierno.

Los trastornos económicos causados por la propagación del coronavirus y las medidas de confinamiento introducidas para contenerlo han obligado al gobierno del Reino Unido a seguir a otras naciones occidentales para aumentar su intervención fiscal a niveles no vistos desde la Segunda Guerra Mundial. Estas políticas se introdujeron tan rápidamente que los periodistas apenas tuvieron tiempo de hacer su pregunta favorita sobre política fiscal: “¿Cómo se paga?”. Sin embargo, ahora parecen haberse puesto al día y, en medio de la pérdida de empleos y el creciente número de muertes, no pueden evitar concentrarse cada vez más en el inminente horror de un déficit insostenible. Muchos de la izquierda están preocupados de que se produzca otra ola de austeridad para “pagar” la crisis de COVID-19, lo que lleva a algunos a responder demandando mayores impuestos a los ricos.

Pero esto solo delata hasta qué punto la izquierda ha adquirido una pobre comprensión de la hacienda pública — la cual está siendo cuestionada claramente por esta crisis. “¿Cómo pagarás por eso?” Siempre es una pregunta políticamente llena de intención. Implícitamente te lleva a una respuesta que equilibre los ingresos y los gastos, de la misma manera que lo hacen los hogares. Se da por sentado que el gasto público debe financiarse en última instancia a través de los impuestos y que no puede estirarse mucho más que nuestras propias finanzas personales. La realidad es lo contrario. Necesitamos que el gobierno intervenga precisamente porque no podemos. La pregunta pretende generar temor sobre la acción gubernamental necesaria y distraer la atención sobre los costes reales de esta crisis y quién los soporta.

Teoría moderna de la moneda

La teoría monetaria moderna (TMM) proporciona una perspectiva muy diferente de la hacienda pública. Si hasta hace bien poco tiempo era una teoría marginal promovida solo por unos pocos economistas heterodoxos, la TMM se está volviendo rápidamente en la corriente dominante. Su tesis central es que un gobierno que emite su propia moneda, tiene un tipo de cambio flotante y poca deuda significativa en moneda extranjera no tiene restricciones puramente financieras. Más bien está constreñido por las disponibilidades de recursos humanos y ecológicos reales bajo su control.

La explicación es que los gobiernos emisores de divisas no tienen que esperar a que otras personas, prestamistas o contribuyentes, les den dinero antes de gastarlo. Los gobiernos emisores de divisas crean divisas cada vez que gastan, independientemente de si se emiten bonos o se recaudan impuestos. En cambio, los impuestos eliminan el dinero de la economía. El gasto y los impuestos se asemejan a agregar y eliminar dígitos en saldos bancarios desde una computadora. Los impuestos sirven para generar demanda por la moneda, controlar la inflación al eliminar la demanda excesiva y redistribuir la riqueza, pero no para financiar el gasto del gobierno central.

Los asertos de la TMM tienen implicaciones políticas radicales. Si el gasto del gobierno no depende de los ingresos tributarios o de los mercados de bonos, la política fiscal puede determinarse únicamente teniendo en cuenta las necesidades de la economía real y no de la necesidad imaginaria de equilibrar un presupuesto.

La TMM se basa en el trabajo de economistas heterodoxos que interpretaron el trabajo de John Maynard Keynes de manera diferente a los economistas neoclásicos que se han vuelto hegemónicos desde la década de 1980. La TMM observa que nuestra comprensión de la economía cambió de forma fundamental cuando el mundo abandonó el patrón oro en 1971. Anteriormente la moneda estaba respaldada por cantidades de cosas reales: reservas de oro. Los gobiernos estaban limitados en cuanto a la moneda que podían emitir, en función de las cantidades de reservas y acuerdos entre estados sobre cómo administrar los tipos de cambio internacionales. Pero cuando este sistema fue abandonado, entramos en la era de la “moneda fiduciaria”, donde los estados soberanos pueden emitir tanta moneda como necesiten.

El auge de la economía neoclásica ha impedido el pleno reconocimiento de las implicaciones de este cambio. En la era del keynesianismo de posguerra, la política económica estaba dominada por la política fiscal: el gobierno utilizaba los impuestos y los gastos para planificar y controlar la actividad económica. El monetarismo, que adquirió prominencia en la década de 1980, prioriza la política monetaria, —la manipulación de la oferta monetaria a través de la regulación del crédito—, como la herramienta principal para controlar la inflación y regular la actividad económica general. Implica el ajuste de las tasas de interés para alentar a las empresas a ahorrar (altas tasas de interés, lo que significa que el ahorro genera altos rendimientos) o invertir (bajas tasas de interés, lo que significa bajos rendimientos para los ahorradores y menores costos de préstamos para las empresas que desean captar capital para la inversión). Se alentó la independencia del banco central para frenar el despilfarro del gobierno y mantener la estabilidad de precios. La premisa de este enfoque era que la asignación de recursos se dejaba en manos de individuos y empresas. La consecuencia fue que los préstamos privados (y la deuda de los hogares) se convirtieron en los principales impulsores del crecimiento económico.

Las siguientes décadas han revelado la impotencia de la política monetaria, incluso en su objetivo principal de estabilidad de precios. En el mejor de los casos, los cambios en las tasas de interés solo han controlado la inflación con un retraso significativo; en el peor, han sido completamente ineficaces. Además, la política monetaria es una herramienta macroeconómica tosca: a diferencia de la política fiscal, no se puede orientar hacia regiones o industrias con necesidades particulares. En cambio, la inversión ha tendido a concentrarse en áreas que ya disfrutaban de altos niveles de empleo, donde la demanda de bienes y servicios suele ser alta. A lo largo de los años, esto ha exacerbado las desigualdades regionales y ha desplazado a un gran número de trabajadores, lo que ha provocado una gran demanda de viviendas y alquileres en espiral en algunas áreas, mientras que otras han sufrido una disminución permanente.

La TMM proporciona la base teórica para que la política fiscal reemplace a la política monetaria como el principal impulsor para la creación de empleo y el control de la inflación. El gasto gubernamental puede generar demanda al moldear directamente los ingresos y la inversión puede dirigirse a las regiones más necesitadas. La inflación se puede controlar principalmente a través de los impuestos, que pueden, por ejemplo, alinear la demanda efectiva de bienes y servicios con la oferta disponible, desalentar las prácticas derrochadoras, etc. Además, una garantía de empleo, una oferta de empleo del sector público con un salario digno, se puede utilizar para mantener el pleno empleo consistente con la estabilidad de precios. Esto establecería un salario mínimo efectivo, que el sector privado tendría que superar para atraer trabajadores. En épocas de contracción económica, los efectivos de trabajadores con garantía de empleo se ensancharían, aumentando el gasto público y estimulando la economía. Por el contrario, en un período de bonanza, los efectivos de trabajadores con garantía de empleo menguarían y el gasto del gobierno disminuiría, reduciendo el potencial de un estímulo excesivo. Por lo tanto, la garantía de empleo es un estabilizador automático anticíclico que protege la economía contra los cambios en la inversión privada y al mismo tiempo protege a los trabajadores contra el desempleo.

La TMM se incorpora a la corriente dominante

La ironía es que, mientras la izquierda se preocupa por cómo vamos a pagar la crisis, la derecha (quizás inconscientemente) depende cada vez más de una óptica TMM para justificar sus políticas, adoptando opciones de políticas que la izquierda aún no osa apoyar.

En 2019, el Partido Laborista Britanico, supuestamente radical, concurrió a las elecciones con un programa de “reglas fiscales” vinculantes, con la promesa de equilibrar los impuestos y el gasto corriente y de pedir prestado solo para inversiones. Por el contrario, el canciller conservador Rishi Sunak ha prometido fondos “ilimitados” para el Servicio Nacional de Salud (NHS) y para apoyar a las empresas y subsidiar los salarios en medio de esta crisis.

Para lograr esto, el gobierno británico ha recurrido a una ampliación de la línea de crédito del Reino Unido en el banco central: el Banco de Inglaterra ha acordado comprar deuda del Tesoro cuando sea necesario, en lugar de emitir bonos a mercados privados. Esto demuestra que la dependencia del gobierno en los mercados de bonos es ilusoria y simplemente el resultado de disposiciones institucionales que se pueden cambiar fácilmente para responder a los requisitos políticos.

Esto es claramente una sorprendente divergencia de la ortodoxia fiscal, que remite a la política de “flexibilización cuantitativa para el pueblo” propuesta en 2015 por el entonces líder laborista Jeremy Corbyn. Esta propuesta fue rápidamente abandonada entre burlas al “árbol del dinero mágico” del Partido Laborista. Como se señaló anteriormente en The Full Brexit, fueron los Tories quienes descubrieron al final que el “árbol del dinero mágico” sí existía (ver Análisis # 48 – ¿Cómo gobernarán los Tories? Entendiendo el Proyecto Político de Boris Johnson). Ahora lo están vareando vigorosamente.

Pero si la pandemia de COVID-19 nos enseña que el gobierno no puede quedarse sin dinero, también nos enseña que ciertamente puede quedarse sin bienes y servicios reales: equipos de protección personal (EPI), ventiladores, máscaras, enfermeras, hospitales, camas de unidades de cuidados intensivos y así sucesivamente. ¿Por qué hay escasez? En parte, porque los gobiernos anteriores consideraron que almacenar bienes como los EPIs era demasiado costoso, es decir, porque creían que estaban limitados financieramente. Pero los costos humanos y económicos de no almacenar, —por no mencionar las décadas de subinversión en sanidad— ahora demuestran ser mucho mayores. Una mejor infraestructura, más equipo y personal habrían contribuido en gran medida a mitigar la propagación temprana del virus y, por lo tanto, la pérdida de vidas (ver Después del Brexit # 3 – COVID-19 y el Estado pospolítico fallido).

Otras consecuencias de la austeridad —tales como la congelación salarial, el empleo precario y los altos niveles de endeudamiento de los hogares— sin duda también se verán exacerbadas por el impacto económico de la pandemia. Los padecimientos financieros y el malestar social podrían implicar costes reales aún mayores que los incurridos durante la última década de recortes de gastos. La pandemia nos enseña que las cifras económicas no pueden evaluarse de forma aislada de su efecto en las personas y, en consecuencia, tampoco los costes.

¿Quién pagará?

Aunque las prácticas reales están demostrando cada vez más que la TMM es correcta, a la imaginación política le cuesta ponerse al día. Esto plantea la amenaza real de que la derecha logre convencer nuevamente a la opinión pública de la necesidad de austeridad cuando remita la crisis. Las propuestas actuales incluyen endosar los costes de COVID-19 a los pensionistas y retrasar los aumentos del salario mínimo. Estos recortes colocarían gratuitamente la carga financiera sobre los hombros más débiles y nos comprometerían a otro ciclo de costes reales destructivos en el futuro.

La izquierda está contrarrestando estas propuestas, pero solo dentro del marco ortodoxo. El ex canciller en la sombra, John McDonnell, por ejemplo, acepta que es necesario pagar el déficit, pero que su costo debe ser asumido por los más ricos, como parte de una reducción general de la desigualdad. Esto solo busca redirigir la austeridad, en lugar de rechazarla como innecesaria.

Al unir su demanda de mejores servicios públicos con su deseo de abordar la desigualdad, la izquierda corre el riesgo de fallar en ambos objetivos. Thatcher promovió la idea de que el gobierno no tenía dinero propio para hacer que el gasto público dependiera del consentimiento de los ricos. Si el gobierno depende de los impuestos para obtener ingresos, debe asegurarse de que quienes pagan los impuestos más altos no se asusten por las demandas que se les imponen. Esto crea una restricción política al gasto —que la izquierda reiteradamente no logra superar.

La verdadera respuesta a la pregunta “¿quién pagará por la crisis COVID-19?” es: el gobierno. El gobierno no puede quedarse sin dinero; pero los individuos sí. Como ya hemos visto, la única restricción al gasto público es la disponibilidad de recursos reales (mano de obra, materias primas, etc.). El gasto insuficiente de antaño ahora significa que el gobierno está pagando un precio mayor por bienes esenciales, puesto que hay otros compitiendo por los suministros. Además, si el confinamiento continúa, podría darse la escasez de bienes ya que las industrias clave carecen de los trabajadores necesarios para producirlos y distribuirlos. Esto podría crear presiones inflacionarias, al superar oferta a la demanda.

Sin embargo, esto no significa que el gobierno deba restringir la oferta o el uso de dinero para evitar la inflación o reducir la deuda pública. Más bien, significa que cómo gaste el gobierno es vital. Debe centrarse en garantizar que los bienes y servicios se sigan produciendo y distribuyendo de manera segura a donde sean más necesarios, creando empleos y movilizando recursos para lograr la seguridad de su población. Un gasto público bien dirigido podría conducir a una reducción de la desigualdad, una fuerza laboral más saludable y cadenas de suministro más eficientes y seguras, ahora y en el futuro. Mientras tanto, la política fiscal debe estar dirigida a abordar la desigualdad y evitar que los ricos acaparen los escasos recursos reales a expensas de los pobres. La política fiscal debe consistir en equilibrar la asignación de los recursos reales, no los financieros.

El riesgo de no reconocer esta realidad es que los costes de la crisis COVID-19 serán soportados por quienes ya están castigados por la renuencia de la clase política a utilizar la capacidad fiscal del estado para proteger a sus ciudadanos. De hecho, la mayoría de los costos reales de la crisis ya están siendo pagados por algunos de los más pobres de la sociedad, incluidos aquellas personas ya sacrificadas por la innecesaria austeridad fiscal durante décadas: los ancianos y los enfermos; personal del sector público mal pagado; personas con contratos laborales precarios; quienes viven en moradas angostas debido a alquileres inasequibles.

Un verdadero reconocimiento de estos costes como innecesarios también nos permitiría cambiar la forma en que organizamos nuestra economía de manera permanente. Hemos descubierto que dependemos de industrias y trabajadores que, hasta hace poco, infravalorábamos; nos hemos dado cuenta de que podemos vivir sin algunas de las profesiones mejor pagadas. En lugar de confiar a las fuerzas del mercado que realicen este juicio de valor por nosotros, podemos optar por proteger a las industrias que son esenciales y desmantelar las que son derrochadoras o incluso destructivas. Pero solo podremos hacerlo cuando comprendamos que los costos se miden por resultados humanos reales y no con dígitos inagotables en la pantalla de una computadora.

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