Opinión

Maastricht y todo eso

Escrito por Wynne Godley

Publicado originalmente en London Review of Books el 8 de octubre de 1992

Muchas personas en toda Europa se han dado cuenta de repente de que apenas saben nada sobre el Tratado de Maastricht, al tiempo que sienten correctamente que podría marcar una gran diferencia en sus vidas. Su legítima ansiedad ha provocado que Jacques Delors hiciera una declaración en el sentido de que, en el futuro, las opiniones de la gente común deberían ser consultadas con más sensibilidad. Podría haberlo pensado antes.

Aunque apoyo el avance hacia la integración política en Europa, creo que las propuestas de Maastricht, tal como están, son seriamente defectuosas y, también, que el debate público sobre ellas curiosamente está empobrecido. Tras un rechazo danés, haberse casi estrellado en Francia y la propia existencia del SME[1] en cuestión tras las depredaciones de los mercados de divisas, es un buen momento para hacer balance.

La idea central del Tratado de Maastricht es que los países de la CEE[2] deben avanzar hacia una unión económica y monetaria, con una moneda única gestionada por un banco central independiente. Pero, ¿cómo se va a ejecutar el resto de la política económica? Como el tratado no propone nuevas instituciones más que un banco europeo, sus patrocinadores deben suponer que no se necesita nada más. Pero esto solo podría ser correcto si las economías modernas fueran sistemas autoajustables que no necesitaran ningún tipo de gestión.

Llegué a la conclusión de que esa opinión —que las economías son organismos que se enderezan solos y que nunca, bajo ninguna circunstancia, necesitan ser gestionados— determinó de hecho la forma en que se enmarcó el Tratado de Maastricht. Es una versión cruda y extrema del punto de vista que durante algún tiempo ha constituido la sabiduría convencional de Europa (aunque no la de Estados Unidos o Japón) de que los gobiernos son incapaces de, y por tanto no deberían intentarlo, lograr ninguno de los objetivos tradicionales de la política económica, como el crecimiento y el pleno empleo. Todo lo que se puede hacer legítimamente, según este punto de vista, es controlar la oferta monetaria y equilibrar el presupuesto. Se necesitó un grupo compuesto en gran parte por banqueros (el Comité Delors) para llegar a la conclusión de que un banco central independiente era la única institución supranacional necesaria para dirigir una Europa supranacional integrada.

Pero hay mucho más en todo esto. Es necesario enfatizar desde el principio que el establecimiento de una moneda única en la CE de hecho pondría fin a la soberanía de las naciones que la componen y su poder para tomar acciones independientes en asuntos importantes. Como ha argumentado muy convincentemente el Sr. Tim Congdon, el poder de emitir su propio dinero, de conseguir descubiertos del banco central, es lo principal que define la independencia nacional. Si un país renuncia o pierde este poder, adquiere el estatus de autoridad local o colonia. Las autoridades locales y las regiones obviamente no pueden devaluar. Pero también pierden el poder de financiar los déficits mediante la creación de dinero, mientras que otros métodos de obtención de financiación están sujetos a una regulación central. Tampoco pueden cambiar las tasas de interés. Como las autoridades locales no poseen ninguno de los instrumentos de la política macroeconómica, su elección política se limita a cuestiones de énfasis relativamente menores: un poco más de educación aquí, un poco menos de infraestructura allá. Creo que cuando Jacques Delors pone un nuevo énfasis en el principio de “subsidiariedad”, en realidad solo nos está diciendo que se nos permitirá tomar decisiones sobre un número mayor de asuntos relativamente irrelevantes. Quizá nos permita tener pepinos torcidos después de todo. ¡Pues qué bien!

Permítanme expresar una opinión diferente. Creo que el gobierno central de cualquier estado soberano debería porfiar permanentemente en determinar el nivel general óptimo de provisión pública, la carga tributaria total correcta, la asignación correcta de los gastos totales entre necesidades concurrentes y la distribución justa de la carga tributaria. También debe determinar en qué medida se financia cualquier brecha entre gastos e impuestos mediante un descubierto en el banco central y cuánto se financia con préstamos y en qué condiciones. La forma en que los gobiernos decidan todas estas (y algunas otras) cuestiones, y la calidad del liderazgo que pueden desplegar, en interacción con las decisiones de individuos, empresas y extranjeros, determinarán cosas como las tasas de interés, el tipo de cambio, la tasa de inflación, la tasa de crecimiento y la tasa de desempleo. También influirá profundamente en la distribución del ingreso y la riqueza no solo entre individuos sino entre regiones enteras, ayudando, se espera, a los afectados negativamente por el cambio estructural.

Casi nada simple se puede decir sobre el uso de estos instrumentos, con todas sus interdependencias, para promover el bienestar de una nación y protegerla de la mejor manera posible de las conmociones de diversa índole a las que inevitablemente se verá sometida. Tiene escaso significado, por ejemplo, decir que los presupuestos siempre deben estar equilibrados cuando un presupuesto equilibrado con gastos e impuestos que alcanza el 40 por ciento del PIB tendría un impacto completamente diferente (y mucho más expansivo) que un presupuesto equilibrado del 10 por ciento. Para imaginar la complejidad e importancia de las decisiones macroeconómicas de un gobierno, basta preguntarse cuál sería la respuesta adecuada, en términos de política fiscal, monetaria y cambiaria, para un país a punto de producir grandes cantidades de petróleo, si se cuadruplicara el precio del petróleo. ¿Habría sido correcto no hacer nada en absoluto? Y nunca debe olvidarse que en períodos de crisis muy grande, incluso puede ser apropiado que un gobierno central peque contra el Espíritu Santo de todos los bancos centrales e invoque el ‘impuesto inflacionario’ – apropiarse deliberadamente de recursos reduciendo, a través de la inflación, el valor real de la riqueza en papel de una nación. Después de todo, fue por medio del impuesto inflacionario que Keynes propuso que deberíamos pagar la guerra.

Simpatizo con la posición de aquellos (como Margaret Thatcher) que, ante la pérdida de soberanía, desean bajarse por completo del tren de la UEM. También simpatizo con quienes buscan la integración bajo la jurisdicción de algún tipo de constitución federal con un presupuesto federal mucho mayor que el presupuesto comunitario. Lo que encuentro totalmente desconcertante es la posición de quienes aspiran a la unión económica y monetaria sin la creación de nuevas instituciones políticas (aparte de un nuevo banco central), y que levantan la mano horrorizados ante las palabras ‘federal’ o ‘federalismo’. Esta es la posición adoptada actualmente por el Gobierno y por la mayoría de los que participan en la discusión pública.

Recito todo esto para sugerir, no que no se deba renunciar a la soberanía en la noble causa de la integración europea, sino que, si todas estas funciones son entregadas por los gobiernos individuales, simplemente deben ser asumidas por alguna otra autoridad. La increíble laguna en el programa de Maastricht es que, si bien contiene un modelo para el establecimiento y el modus operandi de un banco central independiente, no existe ningún modelo análogo, en términos comunitarios, de un gobierno central. En cualquier caso tendría que haber un sistema de instituciones a nivel comunitario que cumpliera todas aquellas funciones que actualmente ejercen los gobiernos centrales de los países miembros individuales.

La contrapartida de renunciar a la soberanía debería ser que las naciones que la componen se constituyan en una federación a la que se confíe su soberanía. Y el sistema federal, o el gobierno, como sería mejor llamarlo, tendría que ejercer todas esas funciones en relación con sus miembros y con el mundo exterior que he esbozado brevemente anteriormente.

Considere dos ejemplos importantes de lo que debería hacer un gobierno federal, a cargo de un presupuesto federal.

Los países europeos se encuentran actualmente atrapados en una grave recesión. Tal como están las cosas, sobre todo porque las economías de EEUU y Japón también están vacilando, no está muy claro cuándo se producirá una recuperación significativa. Las implicaciones políticas de esto se están volviendo temibles. Sin embargo, la interdependencia de las economías europeas ya es tan grande que ningún país individual, con la teórica excepción de Alemania, se siente capaz de aplicar políticas expansivas por sí solo, porque cualquier país que intentara expandirse por sí solo pronto encontraría con una restricción de la balanza pagos. La situación actual reclama una reflación coordinada, pero no existen ni las instituciones ni un marco conceptual consensuado que produzca este resultado obviamente deseable. Debe reconocerse con franqueza que, si la depresión empeorara realmente, –por ejemplo, si la tasa de desempleo volviera permanentemente al 20-25 por ciento característico de los años treinta— los países individuales, tarde o temprano, ejercerían su derecho soberano a declarar un desastre todo el movimiento hacia la integración y a recurrir a controles de cambio y protección— una economía de sitio, si se quiere. Esto equivaldría a una repetición del período de entreguerras.

Si hubiera una unión económica y monetaria, en la que el poder de actuar de forma independiente se hubiera abolido realmente, la reflación “coordinada” del tipo que se necesita con tanta urgencia ahora sólo podría emprenderla un gobierno federal europeo. Sin una institución de este tipo, la UME[3] impediría una acción eficaz de países individuales y no pondría nada en su lugar.

Otro papel importante que debe desempeñar cualquier gobierno central es disponer una red de seguridad bajo el sustento de las regiones componentes que se encuentran en peligro por razones estructurales, debido al declive de alguna industria, digamos, o debido a algún cambio demográfico económicamente adverso. En la actualidad, esto sucede en el curso natural de los acontecimientos, sin que nadie se dé cuenta realmente, porque los estándares comunes de prestación pública (por ejemplo, salud, educación, pensiones y tasas de prestación por desempleo) y una carga común (es de esperar, progresiva) de los impuestos generalmente se instituyen en todos los ámbitos individuales. Como consecuencia, si una región sufre un grado inusual de declive estructural, el sistema fiscal genera automáticamente transferencias netas a su favor. In extremis, una región que no podría producir nada en absoluto no pasaría hambre porque estaría recibiendo pensiones, prestaciones por desempleo y los ingresos de los servidores públicos.

¿Qué sucede si todo un país, una “región” potencial en una comunidad totalmente integrada, sufre un revés estructural? Mientras sea un estado soberano, puede devaluar su moneda. Entonces puede comerciar exitosamente con pleno empleo siempre que su gente acepte el recorte necesario en sus ingresos reales. Con una unión económica y monetaria, este recurso está obviamente prohibido y su perspectiva es ciertamente grave a menos que se establezcan dispositivos presupuestarios federales que cumplan una función redistributiva. Como se reconoció claramente en el Informe MacDougall que se publicó en 1977, tiene que haber un toma y daca para renunciar a la opción de la devaluación en forma de redistribución fiscal. Algunos escritores (como Samuel Brittan y Sir Douglas Hague) han sugerido seriamente que la UME, al abolir el problema de la balanza de pagos en su forma actual, de hecho aboliría el problema, donde exista, de la persistente incapacidad para competir con éxito en los mercados mundiales. Pero, como señaló el profesor Martin Feldstein en un importante artículo de The Economist (13 de junio), este argumento yerra peligrosamente. Si un país o región no tiene poder de devaluación y, si no es beneficiario de un sistema de igualación fiscal, entonces nada impide que sufra un proceso de declive acumulativo y terminal que, en última instancia, conduce a la emigración como única alternativa a la pobreza o el hambre. Simpatizo con la posición de aquellos (como Margaret Thatcher) que, ante la pérdida de soberanía, desean bajarse por completo del tren de la UME. También simpatizo con quienes buscan la integración bajo la jurisdicción de algún tipo de constitución federal con un presupuesto federal mucho mayor que el presupuesto comunitario. Lo que encuentro totalmente desconcertante es la posición de quienes aspiran a la unión económica y monetaria sin la creación de nuevas instituciones políticas (aparte de un nuevo banco central), y que levantan la mano horrorizados ante las palabras ‘federal’ o ‘federalismo’. Esta es la posición adoptada actualmente por el Gobierno y por la mayoría de los que participan en la discusión pública.

[1] Sistema Monetario Europeo

[2] Comunidad Económica Europea

[3] Unión Monetaria Europea

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