Si pedimos a cualquier persona el motivo de por qué se inventó el dinero, la respuesta casi siempre será la misma: el dinero se inventó para superar el problema de la llamada doble coincidencia de necesidades en el trueque. Por ejemplo, yo tengo trigo, pero necesito patatas; por tanto, debo encontrar a una persona que tenga patatas y que quiera trigo.
En consecuencia, el paradigma dominante sobre el origen del dinero es que las sociedades primitivas utilizaban el trueque de manera generalizada, pero era muy complicado encontrar el producto que querías a cambio del producto que tenías para ofrecer. De este modo, Robinson Crusoe y Viernes, un buen día, hace miles de años, inventaron el dinero. Después de ir probando diferentes mercancías que pudieran funcionar como tales, el oro se fue imponiendo y serviría para pagar los bienes y servicios que se intercambiaban en el mercado. Más tarde llegaría el Estado que impuso tributos a estos ciudadanos emprendedores, a cambio de unos supuestos bienes y servicios públicos.
En la actualidad, sin embargo, el dinero es fiduciario; es decir, carece de valor intrínseco y es aceptado socialmente porque existe el llamado «patrón confianza».
Esta fábula es la que aprende el alumnado en los centros educativos y en las facultades de economía, una historieta muy sencilla, intuitiva, que va muy bien para los intereses de una minoría, pero que es una absoluta falacia.
Gracias a los descubrimientos arqueológicos, antropológicos y numismáticos del siglo XX, como por ejemplo los trabajos de los antropólogos, David Graeber y Caroline Humphrey, se ha evidenciado que nunca ha existido una economía basada pura y simplemente en el trueque, y mucho menos una sociedad de la cual haya salido el dinero. No se ha encontrado ni un solo yacimiento que así lo corrobore, y toda la etnografía disponible indica que nunca ha existido tal cosa.
Así pues, ¿cuál es la explicación de los antropólogos sobre el origen del dinero? Su origen siempre está vinculado a una autoridad, siendo muy anterior al surgimiento de las transacciones mercantiles ya los mercados.
A saber, el dinero fue creado cuatro mil años antes de nuestra era por autoridades religiosas en los templos de Sumeria y Egipto, y lo hicieron para medir compromisos sociales, para anotar deudas entre personas –entre personas y el estado–, para saber la relación de precios entre distintos productos, y para movilizar y distribuir recursos que se concentraban y coordinaban en estos templos. Por ejemplo, en Egipto, las autoridades crearon el deben, una unidad de cuenta que equivalía a 92 gramos de trigo. En Sumeria, la unidad de cuenta, llamada sila, equivalía a un litro de cebada. No es casualidad que la denominación de muchas monedas estuviera relacionada con la medida de un cereal, puesto que el grano era la piedra angular de aquellas civilizaciones y todo el mundo sabía muy bien lo que costaba conseguirlo.
Hoy en día, palabras como deudor, que es sinónimo de pecador en muchas lenguas, o redimir, corroboran el origen del dinero en las autoridades religiosas.
La escritura fue inventada por contables y no poetas, los primeros textos que se han encontrado servían para llevar la cuenta y seguimiento del dinero.
El dinero se basaba en anotaciones de débito y crédito y no en el intercambio de productos; es más, las primeras monedas no llegaron hasta tres mil años después de la invención del dinero.
Es por eso que el dinero y los mercados no son algo que se encuentra en la naturaleza o que surge espontáneamente y antes del estado, el dinero es una medida abstracta, un constructo social, una magnitud creada siempre por una autoridad o estado y que es impuesta a todo el resto de la población.
Así como los metros sirven para medir distancias, el dinero sirve para medir lo que valen las cosas y las relaciones de deuda y crédito entre personas.
Así pues, el dinero no surgió de las personas individualmente y de sus transacciones comerciales. El dinero no es una mercancía, o algo precioso y escaso, o algo que deba tener obligatoriamente valor intrínseco. Se han utilizado varios soportes para contabilizar el dinero: tablillas de barro cocido, palos contadores de madera (tally sticks), metales preciosos y no preciosos, papel, piedras, dígitos en una pantalla, etc. Actualmente, el 95% del dinero está representante por dígitos en una pantalla.
En relación con el “patrón confianza”, me parece que es inaceptable enseñar a los alumnos que todos los ciudadanos de un sistema capitalista utilizamos el mismo dinero porque confiamos en que los demás también lo utilizarán.
Realmente, el mecanismo que asegura que en un país se utilice la moneda emitida por el estado son los impuestos. Los impuestos obligan a los ciudadanos a trabajar y ofrecer bienes y servicios al estado para poder pagarlos. A su vez, este dinero creado por el propio estado o las entidades bancarias, bajo su apoyo y supervisión, también servirá para utilizarlo en las transacciones de compraventa del sector privado.
El estado no necesita de nuestros dígitos de la cuenta bancaria para construir un hospital, lo que necesita son trabajadores de la construcción y personal sanitario dispuestos a trabajar a cambio de la moneda que emite el mismo estado. Estos trabajadores y empresas realizan este trabajo a cambio de dígitos en su cuenta bancaria que no tienen ningún valor intrínseco, pero los necesitan para pagar impuestos.
Los impuestos pueden ser progresivos o regresivos, pero sin ellos es imposible que funcione un sistema monetario y, por tanto, una sociedad tal y como la conocemos.
Asimismo, se ha demostrado que cuando un país es incapaz de imponer un sistema impositivo efectivo, el valor del dinero de ese país tiende a cero.
¿Por qué, pues, se sigue explicando esta falacia del trueque y el patrón confianza?
En primer lugar, la idea de difundir la falsedad de que el dinero es algo neutro, puramente aritmético, una mercancía que fue inventada para facilitar los intercambios del mercado, que no es una institución social y nada tiene que ver con las relaciones de poder y de cómo está distribuida la riqueza, favorece mucho al poder financiero, que ve al estado como un competidor a la hora de crear dinero y que detesta la regulación que el estado pueda ejercer sobre él.
Esto explica la obsesión por la «independencia» de los bancos centrales, que no es más que una cortina de humo por alejarse de la soberanía popular, de las necesidades de la población y favorecer a los «mercados».
La realidad es que ningún ciudadano, empresa o banco comercial, tendría un solo euro sin el apoyo y la supervisión del banco central, que es un organismo público y el emisor del dinero en los modernos estados-nación.
En segundo lugar, este paradigma refuerza aquellas expresiones tan absurdas como por ejemplo: las arcas están vacías, no hay dinero, el dinero del contribuyente, el dinero de Europa etc.
Cuando una persona sufre carencias en sanidad, educación, infraestructuras, medio ambiente etc… Se debe hacer la siguiente pregunta: ¿hay recursos reales para mejorar esta situación?
Si la respuesta es sí, que casi siempre lo es, debe descartarse la noción de falta de disponibilidades presupuestarias y mirar otras causas, como las relaciones de poder y de voluntad política. Y pedirnos por qué nunca hay dinero para según qué y por qué para según qué otras cosas siempre las hay.
Leslie Kurke explica que, en la antigua Grecia, en tiempos de Heródoto, existía una élite social basada en el intercambio de regalos suntuosos y prebendas, que no quería en modo alguno que se instaurara la moneda en la sociedad griega, ya que significaba una democratización y un reparto de los recursos más equitativo, en consecuencia, una pérdida de privilegios de esa élite.
De forma paralela, hoy en día, quienes propugnan la independencia de los bancos centrales, el retorno al patrón oro, la pérdida de soberanía monetaria de los países, la austeridad y las absurdas reglas fiscales, se asimilarían a aquella élite social griega que de ninguna manera quería un reparto más equilibrado de la riqueza, de modo que cualquier ciudadano pudiera trabajar y disfrutar del dinero emitido por el gobierno.