Un aviso ante el optimismo exagerado
Hace unos meses, Warren Mosler y Bill Mitchell, dos de los fundadores de la MMT, mantuvieron una interesante conversación en la que abordaron (hacia el final) la cuestión del Green New Deal (https://www.youtube.com/watch?v=JLW0tX0Bgck 32:45). Warren Mosler señaló con gran acierto que lo primero que hay que determinar es si va a ser un shock positivo o un shock negativo para la productividad. Con esto se refiere a si, tras la inversión brutal para sustituir un sistema productivo insostenible por uno sostenible, la capacidad productiva será mayor o menor. Pondré algunos ejemplos concretos para que se entienda mejor:
- Si reemplazamos en 15 años las centrales de carbón por placas solares ¿vamos a ser capaces de producir la misma energía? Peor aún, hasta ahora hemos aumentado constantemente la producción energética ¿vamos a ser capaces de seguir aumentándola durante la sustitución de los hidrocarburos por energías renovables? Considérese además que en general cada nueva fuente energética se ha ido sumando al mix, no sustituyendo a las otras.
- ¿Podrá el coche eléctrico estar al alcance de la mayoría, tal como lo está hoy el coche de motor de combustión? Es más, ¿es siquiera sostenible la masificación del coche eléctrico, a la vista de los impactos de la minería del litio, entre otros minerales, y de su proceso de fabricación en general?
- ¿Habrá aviones eléctricos o una tecnología equivalente que nos permita seguir viajando como hemos hecho los últimos años con los vuelos?
Y podríamos seguir planteando infinidad de preguntas de este tipo. Si la respuesta a muchas de estas preguntas es “no”, como creo que es el caso, entonces el Green New Deal podrá lograr una transición ecológica (si es que tiene éxito), pero implicará una reducción en el nivel material de vida. Cuán grande será esta reducción es difícil de saber y dependerá de muchos factores, pero creo que deberíamos afrontar el hecho de que probablemente implicará un sacrificio significativo. En este punto, por supuesto, debemos remitirnos siempre a las estimaciones y cálculos de los científicos.
Hay que entender que hay una diferencia crucial entre lo que denominaré la inversión capitalista convencional (ICC) y la inversión ecológica (IE). La ICC tiene por objetivo aumentar la producción o mejorar la producción, lo que permite aumentar los beneficios de las empresas y generar más riqueza para la sociedad (simplificando y obviando otros problemas, desde luego). La IE, en cambio, tiene por objetivo sustituir un modo de producción no sostenible por uno sostenible. Sin duda, hay áreas de solapamiento entre ambas; por ejemplo, una bombilla o un motor que consuman menos. Pero, en gran medida, destacan por no coincidir. De hecho, la ICC es la causa directa de la crisis ambiental; si hubiéramos permanecido como sociedades agrarias no industrializadas no habríamos tenido este problema.
Un ejemplo de IE es la energía solar. No invertimos en energía solar porque permita producir más energía que el petróleo o el carbón, sino porque estos combustibles fósiles emiten CO2 (y otros contaminantes) y además son finitos. Es decir, cuando invertimos en energía solar, no estamos intentando aumentar la riqueza, sino evitar un desastre ambiental y/o un colapso económico cuando este recurso finito escasee. Lo mismo con el coche eléctrico. Es bastante más caro, tiene menos autonomía y en general no es una mejora desde el punto de vista del consumidor. Pero es que no es esa la razón por la que queremos pasarnos al coche eléctrico.
Hasta ahora nos habíamos esforzado en aumentar la producción para mejorar el nivel material de vida (ICC), ahora debemos dirigir nuestros esfuerzos a un objetivo diferente, la transición ecológica (IE). ¿Creemos que aun así vamos a poder seguir creciendo tanto como antes, cuando ni siquiera es lo que estamos intentando?
Quiero aclarar que cuando hablo de crecer no me refiero al PIB. Es probable que las enormes inversiones que requiere el Green New Deal impulsen el crecimiento del PIB. Sin embargo, este crecimiento del PIB no se traduce en riqueza y consumo de la población, sino en un cambio en el modo de producción. Un caso similar sería una guerra: el PIB suele aumentar, pero la población suele hacerse más pobre, puesto que la producción se orienta a la guerra, no al consumo de la población.
En términos técnicos, el problema del capitalismo para lidiar con la crisis ambiental son las denominadas externalidades negativas. En una transacción económica de mercado, los individuos tienen en cuenta sus propios costes y beneficios, no los efectos sobre terceros no involucrados en la transacción. Por ejemplo, cuando te compras un coche buscas obtener las máximas prestaciones al mínimo precio, y la empresa que fabrica el coche busca obtener los mayores beneficios posibles. Sin embargo, esta transacción tiene consecuencias sobre terceros no implicados en esa transacción. En concreto, tiene efectos sobre el resto de la humanidad presente y futura. Un coche más implica mayores emisiones de CO2, entre otros contaminantes, la depleción de un recurso finito como el petróleo, que dejará de estar disponible para generaciones futuras, impactos ambientales del proceso de fabricación, aumento del tráfico, riesgo de accidentes… La gran mayoría de estos efectos no son tenidos en cuenta por el sistema de incentivos que determina las decisiones en una economía de mercado (algunos sí, ya que el riesgo de accidentes está internalizado en cierta medida en el coste del seguro).
La compra de un coche es solo un ejemplo, pero el efecto global -vía externalidades negativas- de nuestro sistema económico es una crisis ambiental multidimensional (de la cual el cambio climático es el aspecto más conocido y quizá el más grave) que pone en peligro la supervivencia de nuestras sociedades desarrolladas y complejas.
Algunos economistas defienden una solución de mercado a la crisis ambiental para no caer en el totalitarismo y el comunismo. El problema es que sus propuestas no son soluciones y no son de mercado. En síntesis, proponen internalizar todas las externalidades ambientales. Es decir, si las emisiones de CO2 tienen unas consecuencias negativas, ese coste debe verse reflejado en el precio de la gasolina, del coche, etc. Para empezar, si se hace esto ya no estamos ante un precio de mercado, que se fija espontáneamente mediante la oferta y la demanda de los participantes en el mercado, sino ante una intervención estatal masiva que, de acuerdo a unos cálculos de costes y beneficios extremadamente complejos y dependientes de juicios de valor, establece unos precios.
Los problemas de este enfoque son evidentes. En primer lugar, en sociedades profundamente desiguales como las nuestras, un aumento de precios golpea desproporcionadamente a las clases más pobres. Lo que para una persona acomodada será un sobrecoste significativo pero perfectamente asumible, para una persona pobre puede significar no poder desplazarse en coche a su puesto de trabajo, y muchas personas no disponen de otra alternativa viable. En segundo lugar, no se tiene en cuenta el uso que se le de al petróleo ¿debería pagar el mismo precio por emisiones un jet privado que una ambulancia? Seríamos muy ilusos si pensáramos que subir el precio llevará sin mayor intervención un uso eficiente de los recursos, y más en un entorno de marcada desigualdad.
Me parece obvio que la forma correcta de actuar es que el Estado prohíba los jets privados, que son un desperdicio de un recurso escaso y cuyo consumo es dañino, pero que proporcione gratis un servicio de ambulancia a quienes lo necesiten, aunque las ambulancias emitan CO2 mientras se sustituye la flota por una electrificada. No deberíamos estar consumiendo hidrocarburos a estas alturas, pero sin ellos la civilización no duraría ni 5 minutos. Hay que conseguir una transición lo más rápida posible, pero hasta entonces hay que mantener las actividades esenciales.
Lo mismo pasaría con la comida. Si su precio fuera acorde a los daños que causa la agricultura y ganadería actual, intensiva en el uso de petróleo, químicos y agua, enviaríamos al hambre a millones de personas. La forma de actuar es conseguir una transición lo más rápida posible, y hasta entonces permitir a toda la población seguir alimentándose, aunque sea mediante la agricultura-ganadería insostenible actual.
En suma, no se puede imponer un shock catastrófico de precios para incentivar una transición, porque se provocaría un colapso económico y social que, aparte de catastrófico en sí mismo, no es un punto de partida para lanzar una transición ecológica.
Todo esto es, empero, una discusión teórica. En la práctica, las propuestas de mercado para la transición ecológica se quedan en tímidos impuestos pigouvianos (impuesto al CO2, por ejemplo), por no hablar de engendros frívolos como los mercados de derechos de emisiones. Con esto no empiezan siquiera a internalizarse los costes gigantescos de nuestro sistema de producción, así que estas medidas son por principio insuficientes e inadecuadas. Simplemente es un impuesto que contribuye a deprimir la actividad económica, golpea muy duramente a población vulnerable y no fomenta una verdadera transición. Es un barniz hipócrita de ecologismo con el que nada cambia.
Insistir en las soluciones de mercado es una muestra de empecinamiento y fanatismo ideológico. La gracia del mercado es justamente que, en ciertas situaciones, cuando los agentes tienen unas miras y objetivos muy estrechos, a saber, su propio beneficio, contribuyen al bien general. Si tenemos que empezar a hacer mil ajustes basados en cálculos complejísimos para internalizar todas las externalidades, un sistema de mercado carece ya de su justificación original. Si los incentivos de mercado divergen salvajemente del bien general, como en el caso de la crisis ambiental, no tiene sentido intervenir masivamente los precios para ayudar a que el mercado se alinee con el bien general. No va a funcionar, se está pervirtiendo el mercado (que es lo que se quería preservar) y constituye un rodeo ineficaz respecto a una intervención directa.
Los precios más altos solo serían efectivos cuando ya hay una alternativa disponible. Construir esa alternativa es justamente el meollo de una transición ecológica. Implica inversión, investigación e innovación a gran escala y con horizontes temporales largos. Sabemos que este es el tipo de actuación en el que el mercado falla masivamente: no contempla horizontes temporales tan amplios y no está dispuesto a asumir inversiones tan grandes, valientes y arriesgadas. En cuanto a la investigación, por la propia naturaleza del conocimiento (un bien no-rival, no excluyente y extremadamente fácil de copiar y transmitir), el mercado tiende a infrainvertir sistemáticamente, por ello el Estado tiene hoy, como siempre, un papel líder, especialmente en investigación básica, además de subvencionar a las empresas y de mantener el sistema de patentes que permite artificialmente (es decir, no por vía de mercado) la extracción de beneficios a partir del conocimiento.
En conclusión, solo el Estado puede liderar la transición ecológica. Ello no quiere decir que haya que abolir completamente la empresa o el sistema privado, pero ciertamente el Estado será el agente que dirija todo el proceso.
Lo expuesto hasta ahora no es más que el punto de partida básico para abordar un Green New Deal: ir con los ojos abiertos respecto a los sacrificios que supondrá, y aceptar que será un proceso liderado por el Estado.
La MMT proporciona un marco teórico macroeconómico fructífero a la hora de abordar la transición ecológica. En primer lugar, nos permite olvidarnos del pseudoproblema de “¿y cómo lo vas a pagar? ¿de dónde va a salir el dinero?”. Mientras haya recursos disponibles, el gobierno emisor de su propia moneda puede movilizarlos sin que el déficit público sea una limitación. El Estado puede hacer mucho más de lo que sugiere la doctrina neoliberal, siempre preocupada por los déficits y por la posibilidad de quiebra del gobierno.
El problema, por supuesto, son los límites de los recursos reales, como siempre ha insistido la MMT. En esto consiste justamente la crisis ambiental, en una limitación en los recursos reales, bien porque son finitos o bien porque sus impactos son sumamente perjudiciales a largo plazo. Por tanto, se debe restringir o prohibir el uso de recursos por parte de ciertos sectores no esenciales para desviarlos a los esfuerzos de la transición ecológica, al tiempo que se mantiene el consumo esencial: alimentación, techo, salud… Algo bastante parecido a una economía de guerra, en suma.
Una transición ecológica sin duda provacaría una crisis de desempleo si se depende enteramente del sector privado. Sectores enteros van a tener que desaparecer, y ya se sabe que la reconversión no es un proceso fácil ni rápido. No puedes coger a unos mineros de carbón de 50 años y de la noche a la mañana convertirlos en informáticos, ni siquiera en instaladores de placas solares, por no hablar de que los empleos no se generan en el mismo lugar donde desaparecen.
Por suerte, la MMT propone un programa de Trabajo Garantizado que llene el hueco que deje el sector privado. Se tratada de un programa pagado por el Estado, mediante déficit si es necesario, que crea empleos adecuados a la formación y características de las personas desempleadas. Además, como no está sujeto a la rentabilidad, como sí lo está el sector privado, los empleos creados pueden tener emisiones 0 y ser ambientalmente beneficiosos (recogida de residuos, reforestación, cuidado de mayores…).
Aparte del Trabajo Garantizado, habrá otros programas públicos que acometerán el grueso de la inversión en una tecnología e infraestructura sostenible. Conviene aclarar que estos programas no forman parte del Trabajo Garantizado. El objetivo del TG es eliminar el desempleo ofreciendo a los desempleados que el sector privado no está dispuesto a contratar un trabajo adecuado a sus características. Si el sector privado demanda más trabajadores, puede reclutarlos de entre los empleados en el TG, siempre que ofrezca un salario mayor que el sueldo básico del TG, que de este modo se convierte en el salario mínimo efectivo. Cuando esto ocurre, el tamaño del programa de TG disminuye. A la inversa, cuando el sector privado contrata a menos personas, el tamaño del TG aumenta. Se trata de un amortiguador, y uno que además se adapta y mima al sector privado, puesto que los empresarios prefieren contratar a personas que han estado trabajando que a parados, sobre todo de larga duración, ya que así tienen más garantías de que el trabajador será productivo y no tiene ninguna tara (suena feo pero está más que demostrado).
Muchos programas del Green New Deal, en cambio, implicarán la contratación de científicos, ingenieros y personal cualificado de todo tipo. En algunos programas, serán agencias estatales las que contraten directamente, en otros, el Estado contratará a empresas. En cualquier caso, un programa que implica personal cualificado, con frecuencia altamente cualificado, y proyectos específicos, en lugar de hechos a la medida de los desempleados, no es TG.
Hay que enfatizar que una transición equitativa, que no deje en la estacada a amplias capas de la población, es un requisito indispensable. Si no, la conflictividad e inestabilidad social y política pondrán en jaque al propio programa de transición, además de ser profundamente injusto y producir un gran sufrimiento y daño.
Desde un punto de vista macroeconómico, poco más se puede decir. La transición ecológica tendrá mucho de ir punto por punto, sector por sector y, teniendo en cuenta el mejor conocimiento científico interdisciplinar pertinente, tomar las decisiones adecuadas. Algunas actividades se prohibirán, otras se restringirán, ciertas competencias pasarán al Estado, otras seguirán en el sector privado…
Sí que me gustaría advertir ante el optmismo injustificado en el que se enmarca con frecuencia el Green New Deal. Es habitual proponerlo como una forma de matar dos pájaras de un tiro: se ofrece como solución a una crisis económica y de paso nos quitamos ya de encima el problema del cambio climático. Por ejemplo, a raíz de la pandemia por el COVID-19, tanto UK como la UE han hablado de programas de este tipo para impulsar la recuperación.
En efecto, en los últimos años la propuesta del Green New Deal ha alcanzado una popularidad muy notable. Si bien en un principio estaba asociada a plataformas de izquierda, recientemente se han sumado al carro Joe Biden, Iberdrola o la Comisión Europea, que sin duda representan el más puro Establishment.
Me temo que muchas de estas propuestas, tanto venidas del Establishment como de plataformas de izquierda, no están siendo conscientes de la gravedad de la crisis ambiental y de lo que implicaría una transición ecológica real.
El problema básico es que no sabemos exactamente el impacto y la razón de la subida del caliente del planeta. Y la prueba esta clara: En el siglo XV una ola de frío invadió toda Europa, y nadie ha podido dar una explicación. Sabemos que en la tierra, hubo momento de frío y de calamento, no sabemos por qué. Entonces hablar de proyectos verdes es sin sentido.